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Estudiante. 22 años.

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Nací en Cusco, pero hace años me mudé sola a Lima para estudiar en la universidad. Mi familia aún vive allá. Estar lejos se siente diferente.

A principios de enero me fui de intercambio estudiantil a la ciudad de Rochester, en Nueva York. Tenía planeado quedarme hasta la mitad de mayo, pero cuando estalló la pandemia por el COVID-19, todo cambió. Nunca pensé que iban a cerrar las fronteras y que no iba a poder regresar. 

En Estados Unidos vivía dentro del campus universitario. Los primeros meses todo estuvo bien. Sin embargo, cuando se anunció que el coronavirus estaba avanzando en el mundo, en abril, unos compañeros de intercambio solicitaron que las clases sean online. Yo pensé que estaban exagerando, pero me equivoqué. Días después, la universidad envió un comunicado indicando que las clases continuarían de manera virtual e iban a cerrar todas las instalaciones, lo que incluía los dormitorios también, donde yo vivía. Aunque, como estudiante extranjera, me dieron un tiempo de gracia, prácticamente de un día para el otro ya no tenía un lugar para quedarme. Fue muy fuerte ver interrumpidas todas mis expectativas y planes que tenía por cumplir. 

Al saber que pronto sería desalojada, me comuniqué con diferentes aerolíneas: todas me respondieron que no tendrían vuelos hasta mayo. Supe que había vuelos humanitarios; me empadrone en la embajada de Perú y llamé muchísimas veces, pero por el incremento de los  contagios no estaban habilitados los vuelos desde Nueva York. Pude contactar a una persona de Houston que me dijo: “pasado mañana va a haber un vuelo, si quieres vienes”. Me sentía confundida pues regresar a casa dependía de un vuelo que no estaba confirmado. Aún así, me arriesgué y viajé. Lo único que sabía era que el vuelo que me regresaría a Perú saldría a las siete de la mañana.  No tenía puerta de embarque ni aerolínea ni nada. Todo era incierto. Tan desesperante.

En el aeropuerto de Houston, encontré otros peruanos, pregunté, y obtuve la puerta de embarque. El avión tenía espacio para 300 peruanos, pero en la sala de embarque éramos muchísimos más. Me acerqué al counter y ellos confirmaron mi mayor temor: no tenían registrado mi nombre. Rogué al encargado que me incluyera. No tenía a dónde ir. Estaba sola en Houston, lejos de mi país y mi familia. Me dijeron que esperara, que si no llegaba alguien, yo podría ocupar su lugar. Éramos varios, los que no estábamos registrados y esperábamos alcanzar algún espacio. Finalmente no llegaron varias personas, así que, pudimos ocupar sus lugares y subir al avión.

Al llegar a Perú, me llevaron a un hotel para pasar la cuarentena. Pasé 14 días en aislamiento y luego me fui a la casa que tengo en Lima, resignada a pasar los días que durase el estado de emergencia sin mi familia. Así estuve un par de semanas más hasta que me enteré que había una forma de viajar a provincia, a pesar de que no se podía, porque era ilegal, las fronteras estaban cerradas para el transporte interprovincial. Nuevamente me arriesgué. El precio fue carísimo, además de peligroso, pues ir en una camioneta de tres filas y cinco personas junto al chofer, con pases ilegales, no era nada seguro. Pasamos unos ocho controles policiales y en algunos tuvimos problemas. Pero finalmente, tras esta odisea, pude regresar a mi hogar en Cusco y ahora estoy junto a mi familia.

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