Por Nancy García
“Por eso me digo, me convenzo, me obligo a que este texto – esta especie de bitácora del viaje de regreso – tiene que ser escrito en primera persona. Porque el dolor solo se puede contar así. El dolor, el desgarro, la huida, el partirse en mil pedazos que nunca volverán a unirse, la mirada lejana, el abandono, el abandonarse, las cicatrices, solo se pueden narrar en primera persona.” Una suerte pequeña, Claudia Piñeiro.
Escrito y narrado por Nancy García @NancyCG22
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«Dieciocho días se hacen cortos cuando se toman de la mano con la rutina, pero al estar en un hospital psiquiátrico las horas son eternas y los días interminables. Días en que un cartel invisible te dice: «prohibido llorar, si querés sentir la libertad«.
Hace un año la depresión me tumbó. Internarme, fue una alternativa a la enfermedad. Sabía que no sería fácil pero nunca imaginé que en el encierro se censuraban las lágrimas.
Me desperté temprano el 24 de mayo de 2022. Una de mis mejores amigas y mi compañero de caminos, me llevaron al Hospital Psiquiátrico Mario Mendoza en Honduras. Ya había «recibido» atención psiquiátrica en ese lugar por una especialista poco empática.
Al llegar, explicamos la situación que la psiquiatra ya conocía y comenzaron las preguntas y los trámites burocráticos para el ingreso. Fueron horas para darles un abrazo de despedida.
Mi amiga se hizo responsable del encierro y firmó la posibilidad de practicarme electroshock, en caso de ser necesario.
Recuerdo que el celular no tenía mucha carga. Llamé a dos personas y le pedí a mi compañero que se encargará de avisarles a las personas más cercanas en ese momento.
Y llegó el abrazo con sabor a pronto nos veremos. Me despedí. Me subieron a una camilla y me inyectaron. Caminé hasta ingresar a la sala de mujeres de ese hospital donde por suerte encontré a otras mujeres».
Las miradas y las preguntas
«Al ingresar a la sala me sujetaron de brazos y piernas. Me colocaron un pañal y las demás internas tenían casi restringido el habla con la nueva, o sea, conmigo.
Me dormí. No sé cuánto tiempo. Solo sé que al despertar no podía orinar en el pañal y le pedía a las enfermeras me permitirían usar el baño. Una, dos, cinco, muchas veces se negaron; hasta que accedieron.
Caminé con ellas al baño con dudas. Habían pasado unas horas y el encierro ya estaba haciéndome dudar de si debía estar en ese lugar. Oriné y fui feliz.
Volví a la cama y de nuevo me sujetaron. Llegó la noche, la comida, las miradas y el silencio. Un silencio casi irrompible.
Cuando una paciente ingresa al Mario Mendoza pasa primero por un sitio llamado Aislamiento. Es un lugar con seis camas y pacientes en observación por el personal del hospital. Creo que estuve cinco días.
En aislamiento no se puede salir a los demás espacios destinados para las internas. Hasta que pase a la siguiente sala.
Las internas me explicaban la dinámica del lugar y nos alegrabamos cuando llegaba una paciente nueva porque significaba que nos moverian a otra sala y existía la posibilidad de salir antes del encierro.
Uno de esos días, llegó una interna que era de la policía. Como estaba medicada no escuchaba o no entendía las palabras, pero nosotras sí. Una de las enfermeras comenzó a hablar de ella. Decía que se las iba a desquitar por una esquela. La enfermera no la conocía, solo quería hacerla sufrir por ser de la policía. Me pareció aterrador e inhumano ese trato».
Entre el agua fría, los baños sin privacidad y el diagnóstico
«Después de permanecer mis primeras horas internas, sonó la radio a las cinco de la mañana y las luces de aquel lugar se encendieron.
Me indicaron que debía pasar a bañarme. No esperaba el espacio condicionado pero si un poco de privacidad. Nos daban un pedazo de jabón a veces shampoo y crema. Una de las enfermeras me dijo que debía pasar a ducharme a la vista de todas. Yo sentía pena que me vieran, dejar mi cuerpo frente a ojos de extrañas me causaba intriga, pena y dolor. Quería llorar y volver a casa.
Después de bañarme y no tener ropa interior, llegó un doctor y comenzaron de nuevo las preguntas. Preguntas y preguntas.
Ese día si mal no recuerdo me tocó ingresar a la sala con la psiquiatra. Otra mujer sin empatía. Cuando ingresé a la sala habían varias personas: una trabajadora social, el doctor, practicantes nutricionista, una psicóloga y una enfermera.
Me hizo ruido tanta gente. Era exponerme ante otras personas a las que quizás solo les movía la obligación de su trabajo y no la vocación.
La psiquiatra preguntó cómo me sentía y dije que bien. Su respuesta: «todas dicen lo mismo al siguiente día». «Acá te vas a quedar otra semana más». Eso fue todo.
Al salir lloré. Ya no quería estar interna. Ya no quería ser paciente.
Me tomaron varios exámenes. Ingresé dos veces con la psicóloga durante mi estadía y nadie daba razón de mi diagnóstico. La enferma desconocía su enfermedad. ¡Irónico no!
Antes de salir del encierro supe que me diagnosticaron con un trastorno bipolar y una depresión severa. Para la bipolaridad, Litio; para la depresión Fluoxetina y para la noche, Lorazepam».
Las mujeres que conocí
«Podría alargar el texto y detallar distintos abusos pero me detendré un poco a recordar la convivencia y el amor que recibí por mis compañeras, algunas hoy amigas.
Pasé de Aislamiento a Cuidados Intermedios. Nunca estuve en Ambiente, la última instancia. En Cuidamos Intermedios se vigilan a las personas que han intentado suicidarse. Ese era mi caso y aunque no tomé una cantidad exagerada de pastillas ya existían antecedentes y la acción era un detonante del por qué había llegado a ese lugar.
Cuando me trasladaron a la otra sala, tenía la posibilidad de salir al patio después de almuerzo. Desde las doce hasta las cinco con una pausa a las dos en punto para tomar el medicamento.
Caminábamos alrededor del lugar. Hablabamos de nuestras vidas afuera y la urgencia de recobrar la libertad. Jugábamos pelota, cantabamos y bailabamos.
Había una interna con una voz hermosa. Nos cantaba y nos alegraba el día. Otra interna tenía unas manos mágicas y nos hacía trenzas. Se hacían unas filas para que nos peinara y ella lo hacía con dedicación. Otra nos maquillaba. Sí, a veces nos prestaban maquillaje que pasaba de boca en boca y de rostro en rostro. Otra interna nos hacía reír con sus ocurrencias. Y así, cada una tenía una pincelada de alegría que aportar en aquel encierro.
Yo me había llevado dos libros: Elena Sabe de Claudia Piñeiro y La Peste de Albert Camus. El último casi tan prohibido como las lágrimas. Los leía en los tiempos permitidos.
A las cinco mirábamos novelas. Ese momento era nuestro. Gozamos con Betty versión mexicana, la Rosa de Guadalupe y otra novela que no recuerdo su nombre.
Sabiamos que en un momento, la despedida llegaría. Entonces nos pusimos creativas y compartimos nuestros números. Al salir, nos contactamos y algunas amistades hoy se mantienen. Es bueno reconocerlas y tenerlas cerca.
A todas nos pareció un poco extraño que nuestro diagnóstico fuera el trastorno bipolar. Nos preguntábamos si en realidad esa era nuestra enfermedad porque no había un abordaje profundo individual».
La salida
«Cuando ingresé por segunda vez con la psiquiatra me dijo que debía seguir una semana más. Volví a llorar pero solo a los ojos de las otras internas. Si nos veían con lágrimas era un retroceso y no parte del proceso.
Habían días que me preguntaba cómo seguía la vida afuera. No sé permitían visitas. A veces llamaban preguntando por mí pero casi nunca me enteraba.
Escuché, observé y sentí malos tratos. También miré la bondad de cuatro o cinco enfermeras. Hay una de ellas que siempre la recuerdo con cariño. Fue muy especial con todas.
El día 18 me abrazó. Entré a la sala, la psiquiatra habló y preguntó que había aprendido. Contesté que reconocía ser mi propia planta y que debo cuidarme. Quizás fue un discurso del momento. El cuidado personal no solo pasa por lo individual hay diversos factores que nos atraviesan.
Las otras internas me abrazaron; fue un abrazo sincero. Algunas se quedaron más tiempos, otras salieron el mismo día. Lo que puedo asegurar es que ninguna desea volver a ese lugar.
Aquel lugar significó algo. Aún sigo preguntandome qué.
Aquel lugar necesita presupuesto, necesita cambios en su manera de operar y tratar a las internas.
Aquel lugar no puede seguir siendo ese lugar.
Ese lugar llamado hospital psiquiátrico no debe condicionar el llanto, no puede censurar las emociones, no debe sujetarte. Debe ser un lugar para hablar, soltar y abordar las enfermedades de una manera integral. No puede ser un espacio que produce miedo y al que no querés volver en las crisis. No puede ser ese lugar«.